Era un apacible día de invierno. Llegó silenciosa, sutil, como un fantasma. Sin llamar a la puerta, sin esperar a ser aceptada. Buscando nuevas víctimas que cayesen en sus infectadas garras. El primer ataque lo recibió mi esposa. No se percató de él hasta que ya era demasiado tarde y su cuerpo empezó a calentarse de forma preocupante. Tuve que sacarla del campo de batalla y llevarla hasta un médico para que nos diese armas con las que luchar. Después de la visita al doctor, volvimos a lo que llamamos hogar, mancillado por el extraño que habitaba en él, que sabíamos estaba ahí, oculto en algún lugar, pero que éramos incapaz de verlo. Así, precavidos y con la esperanza de no recibir más ataques, nos fuimos a dormir.
Al otro día todo fue a peor. Una nueva víctima había sucumbido a la fiebre, y en esta ocasión se trataba de nuestra hija de menos de tres meses. Ella, tan pequeña e inocente, sólo sabía que se sentía mal y su única forma de demostrarlo era llorar sin cesar. De nuevo utilizamos las armas que teníamos a mano, que no era otra que paracetamol. Así pasamos el día, entre llantos y quejidos de ambas mujeres: la niña y mi esposa. "Al menos yo aún me mantengo en pie", pensé. Pero por la noche me di cuenta de cuan equivocado estaba, pues empecé a sentir como el cuerpo me pesaba el doble, como las articulaciones me dolían en todos los puntos de torsión, y como un extraño malestar me tenía aturdido y desorientado. Yo era la nueva víctima, la única que quedaba por ser atacada. Al otro día fuí al médico, me dio más armas en forma de paracetamol, ibuprofeno y un jarabe con un sabor parecido al regaliz. Y así estuvimos una semana los tres, luchando con todo cuanto poseíamos, aguantando los distintos ataques despiadados con los que ella, la gripe, nos obsequiaba. Hasta que finalmente se dio por vencida, supo que no podía seguir haciéndonos daño y desapareció, con una promesa :"volveré". Nadie ha ganado la guerra, sólo ha sido una nueva batalla. Pero sí, estoy seguro de que volverá, y la estaremos esperando.
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